viernes, 2 de julio de 2010

Se publicará novela de Julio Verne


Viaje a contrapelo por Inglaterra y Escocia, la novela póstuma del escritor de ciencia ficción

Julio Verne, pionero de la ciencia ficción.foto:internet.fuente:vive.in

Considerado el mejor contador de historias que ha existido y padre de la ciencia ficción, Julio Verne fue, además de un soñador visionario, un gran crítico y observador social, como se demuestra en "Viaje a contrapelo por Inglaterra y Escocia", una novela póstuma que publica ahora Nórdica.

Un texto "raro" y poco conocido, que durante mucho tiempo fue un libro perdido y que rescató el Ayuntamiento de Nantes (Francia), donde nació Verne el 8 de febrero de 1828, que se hizo con el archivo donado por la familia cuando éste murió, y que descubrió el manuscrito olvidado en un cajón.

Así lo relató a Efe, Javier Coria, periodista y escritor experto en el autor de "Cinco semanas en globo" y miembro del Foro Internacional Julio Verne.

"Viaje a contrapelo por Inglaterra y Escocia", con traducción de María José García Ripoll y con gran cantidad de reproducciones de grabados en blanco y negro, narra el viaje que Verne realizó en 1859 por Inglaterra y Escocia con su amigo Hignard. Viaje en el que fue recogiendo miles de impresiones en un cuaderno, que luego sería la base de este libro.

Una historia que fue rechazada por Hetzel, el eterno editor de Verne, que en sus textos hablaba de avances científicos y de elementos tecnológicos que se harían realidad mucho tiempo después, como el submarino, el helicóptero o la televisión, por no ajustarse a las características del género de la ciencia ficción que imperaba en ese momento.

"Podemos decir que es el primer trabajo de Verne como novelista y muestra a un Verne desconocido porque no está el visionario, al que estamos acostumbrados, sino que se ve a un escritor muy critico, por ejemplo, con las consecuencias de la revolución industrial para la sociedad en el Reino Unido", señaló Coria.

Se trata de una mirada observadora de gentes y sociedades. Un mosaico de la Inglaterra victoriana muy detallado, que convierte al libro en una especie de guía viajera para conocer Edimburgo, Londres o Escocia.

"Me gustaría -aclaró Coria- romper un mito que siempre ha planeado sobre Julio Verne. Y es que en nuestras lecturas juveniles siempre se nos dijo que la gran imaginación del autor francés le hizo 'viajar' a remotos e ignotos lugares del mundo desde su despacho y que nunca había salido de la ciudad y esta fama es totalmente falsa".

Verne se cambió muchas veces de casa y viajó mucho. Estuvo varias veces en el Reino Unido y viajó a Dinamarca, Noruega, Estados Unidos, Países Bajos, Alemania y otros lugares. Una afición viajera que le llevó a tener un yate a vapor con el que realizó cruceros que le servirían para documentar muchas de sus novelas de la serie "Viajes Extraordinarios".

Además conoció Vigo, Lisboa, Cádiz, Gibraltar, Tánger, Malta, Argel e Italia, apunta Coria. Irónico y malicioso, Julio Verne dejó 48 capítulos redactados de este libro, que escribió entre otoño e invierno de 1859 y 1860, pero que quedó inédito hasta 1989, aunque el escritor, al parecer, utilizó mucha información de esas notas para las novelas, "Las Islas negras" y "El rayo verde".

El título "Viaje a contrapelo..." obedece, en opinión de este experto, al carácter gratuito del viaje. "En vez de ir hacia el norte, hacia Liverpool, tuvieron que ir los dos amigos hacia el sur, hacia Burdeos, para tomar los pasajes gratuitos que tenían en un barco que les esperaba allí". "Claro que solo fue el principio de sus problemas, porque la impericia del capitán del navío, les hizo estar 17 días 'colgados' en Burdeos sin poder salir".



sábado, 8 de agosto de 2009

El hombre máquina

LA TECNOLOGÍA INVADE EL CUERPO
Comienza a ser realidad el transhumanismo: a partir del avance de la tecnología, el hombre introduce elementos de la máquina en su organismo para funcionar mejor, para experimentar o para compensar pérdidas. Estamos en la era del ciborg y, en esta edición, Ñ recorre el cine, la literatura y la actualidad científica para trazar el cuadro de una tendencia que puede hacer de Robocop un hecho.

CINE OJO. Rob Spence, un cineasta canadiense, se implantó un ojo "biónico" que le permite filmar pero no ver.
Por: Bruno Massare
Ahora comenzaba a percibir muy claramente que el objeto detrás de mí era nada más y nada menos que mi nuevo conocido, el Brevet Brigadier General John A. B. C. Smith", escribía Edgar Allan Poe en el "El hombre que se consumió" (1839). Smith no era exactamente un ser humano y el cuento se anticipaba a la ola de experimentos, hallazgos y especulaciones que se desatarían un siglo después, corporizadas en la idea de organismo cibernético, o ciborg.

Acuñada en los '60, la palabra ciborg pronto filtró los límites de las ciencias duras, se cruzó a la filosofía y a la sociología (Donna Haraway la utilizó en su reivindicación del feminismo) y se volvió un tópico recurrente de la literatura y el cine de ciencia ficción.

Lejos de ser una rareza, ¿hasta qué punto no se han convertido en ciborgs buena parte de los habitantes de este mundo? Lentes de contacto, prótesis de cadera, órganos artificiales, marcapasos, audífonos. La incorporación de tecnología para reemplazar funciones del cuerpo humano –y también para mejorarlo o embellecerlo– se vuelve tan cotidiana que apenas se reflexiona sobre el acto en sí mismo. Salvo cuando la tecnología plantea nuevos dilemas.

El director de cine canadiense Rob Spence se coloca una prótesis ocular para reemplazar su ojo perdido a los 13 años, pero con una particularidad: el nuevo ojo no le permite ver, pero sí filmar en cualquier momento que desee. ¿Qué sucede cuando Spence llega a una reunión con su ojo-cámara encendido? ¿Tiene que avisarle al resto del grupo? El cineasta ya consiguió financiamiento del National Film Board de Canadá para la realización de un documental basado en su experiencia y de su muy particular perspectiva, una suerte de "gran hermano" en la ruta.

Los casos se multiplican: el científico inglés Kevin Warwick (ver entrevista) logra implantar electrodos debajo de su piel, que se conectan a su sistema nervioso y le permiten operar un robot a distancia sin mover un dedo. La nadadora neoceolandesa Nadya Vessey, que perdió sus piernas a los 16 años, hoy puede nadar gracias a una prótesis que simula la cola de una sirena. El atleta sudafricano Oscar Pistorius intenta clasificar para las olimpíadas y aparecen las quejas de otros corredores, pese a que él carece de ambas piernas. El argumento: las prótesis que utiliza son demasiado veloces y le otorgan ventajas sobre sus competidores.

De esta forma, la tecnología de alguna manera altera el concepto de prótesis, que tiene su origen en el griego prosthesis ("cosa añadida"), desde su asimilación original de reparación artificial de la falta de un órgano o parte de él a la posibilidad de expandir las posibilidades de lo que reemplaza. Es decir, los implantes son capaces de superar la función previa y el hombre puede adquirir habilidades totalmente nuevas.

Paula Sibilia, antropóloga argentina que actualmente reside en Brasil y autora de El hombre postorgánico, analiza en su libro lo que considera como "una transformación del campo metafórico al que recurrimos para pensar el cuerpo humano y para pensarnos (y vivirnos) como eso que todavía somos: cuerpos humanos. Se trata de un proceso de 'digitalización' del mundo, de la vida, la naturaleza y el hombre". Para la autora, "hoy uno de los grandes sueños de nuestra tecnociencia es la promesa de que los 'ingenieros de la vida' puedan efectuar ajustes en los códigos informáticos que animan los organismos vivos, así como los programadores de computadoras editan los programas de software. Todas esas reconfiguraciones y redefiniciones de la naturaleza, de la vida y del ser humano tienen profundas implicancias en todos los ámbitos".

Daniela Cerqui, antropóloga de la Universidad de Lausanne, Suiza, que ha estudiado el trabajo de Kevin Warwick en su laboratorio, se pregunta sobre las implicancias y los límites a la incorporación de tecnología al cuerpo humano. "Hay gente que argumenta que siempre hemos sido ciborgs porque siempre hemos recurrido a la tecnología para solucionar problemas de nuestro cuerpo. Desde este punto de vista, no habría razones para poner límites, porque sería algo natural para nosotros. La pregunta es: ¿qué tan lejos podemos llegar en esta mezcla con la tecnología? ¿Seguimos siendo humanos una vez que reemplazamos todos nuestros órganos con prótesis, algo que se está volviendo cada vez más posible?", cuestiona.

Más que humano

La reflexión y el debate acerca del uso y las consecuencias de la aplicación de nuevas tecnologías suele correr desde atrás y en muchos casos llega tarde. "Lo que sucede es que en general los científicos no se hacen muchas preguntas éticas. En una sociedad donde rigen las leyes del mercado y la fuerza del dinero, además de ser una época que exige el perfeccionamiento del cuerpo, es evidente que la moral colectiva no acompaña para que se den este tipo de debates", opina el sociólogo Christian Ferrer.

La distinción entre tratamiento (o terapia) y mejoramiento permite echar algo de luz sobre la necesidad o no de establecer límites a la utilización de tecnología en el cuerpo humano. Para Cerqui, "se suele pensar que estas tecnologías son usadas como un tratamiento, entonces automáticamente pasan a ser 'buenas'. Pero la definición de lo que se consideraba como normal está cambiando y entonces lo que hoy se considera mejoramiento mañana será considerado tratamiento. De esta forma estamos creando nuevas necesidades".

Así, la distinción entre lo que es necesario y lo que de alguna manera sería prescindible, o hasta suntuario, se desdibuja. Ferrer plantea: "¿Cómo se le dice a una chica que no se ponga una prótesis de siliconas si ella piensa que le puede ir mejor en la vida con eso?". De la misma manera, el sociólogo advierte cierta hipocresía en la crítica de los demás corredores a las ventajas que obtiene Pistorius con sus prótesis veloces, en vista de que "todos los deportistas de alta competencia están producidos científicamente".

Sibilia se pregunta: "¿No hubo siempre, al menos a lo largo de la Era Moderna, una vocación del hombre por autotransformarse, por mejorar e incluso superar técnicamente sus límites biológicos o naturales? La respuesta es sí, pero con una importante salvedad. Hasta hace muy poco tiempo, la técnica se utilizaba para inventar prótesis que no intentaban penetrar ni redefinir el 'substrato natural' del cuerpo humano, de la vida o de la naturaleza. Hay diferencias entre una herramienta como los anteojos y una operación de córnea, por ejemplo, y mucho más todavía si pensamos en el implante de una cámara ocular".

Están quienes ven en la tecnología el medio para mejorar al ser humano y lo esgrimen como un derecho. El movimiento transhumanista, representado a nivel global por la Asociación Transhumanista Mundial (fundada por los filósofos Nick Bostrom y David Pearce), postula el derecho de los individuos a desarrollar y lograr que estén disponibles tecnologías que permitan aumentar las capacidades físicas, intelectuales y psicológicas de los seres humanos.

Pablo Stafforini se graduó en Filosofía en la Universidad de Buenos Aires, dejó la Argentina para hacer una maestría en Canadá y actualmente forma parte del Centro de Neuroética de la Universidad de Oxford, Gran Bretaña. Antes de partir, había participado de la creación de la Asociación Transhumanista Argentina. "Siempre me interesaron las ideas radicales –dice Stafforini–. Y como se trata de tecnología aplicada a la condición humana, encontré que había cosas que me interesaban." Si bien perdió contacto con el grupo que creó en la Argentina, Stafforini dice que en Oxford "hay un enfoque particularmente favorable al transhumanismo".

Esta corriente filosófica que postula que la naturaleza del hombre va a cambiar gracias al desarrollo tecnológico –el objetivo es la evolución hacia el hombre "poshumano"– ha sido atacada tanto por utópica como por sus principios éticos. "Muchas críticas vienen de los llamados bioconservadores, que básicamente consideran a las capacidades humanas como una especie de 'don' y que entonces uno no debería recurrir a la tecnología para modificarlas", argumenta Stafforini.

Para el especialista en bioética Eduardo Rivera López, profesor-investigador de la Universidad Torcuato Di Tella e investigador adjunto del Conicet, es irrelevante la discusión acerca de lo que es natural o artificial, pero sí considera que debe discutirse "si la medicina (y, en general, la tecnología) debe restringirse a ofrecer tratamientos para enfermedades o si también es lícito que sea utilizada para conseguir mejoramientos".

Según el investigador, "una preocupación importante es distributiva. Hay consenso en que los servicios básicos de la medicina curativa deben ser accesibles a todos sobre la base de la igualdad. Para lograr esto, las sociedades invierten una proporción muy importante de sus recursos. Por eso es impensable que una sociedad pudiera, además, ofrecer servicios de mejoramiento con un criterio igualitario, ya que los costos serían prohibitivos. Esto implica que la tecnología aplicada al mejoramiento sería accesible sólo para algunos, lo cual introduciría un factor de desigualdad social. Por ahora no me parece que esto sea alarmante, pero tal vez en un futuro no muy lejano pueda serlo".

Stafforini considera "muy difícil hacer una distinción entre terapia y mejoramiento. Yo no creo que en todos los casos pueda definirse una diferencia fundamental con respecto a qué se considera normal. Se supone que un tratamiento debe alcanzar ese nivel y que si lo supera estamos hablando de una mejora y entonces quizás no debería estar cubierto por un sistema de salud. Pero en la práctica no está todo tan claro".

La pregunta, entonces, vuelve a si debe establecerse alguna clase de límite al uso de la tecnología en el cuerpo humano. Stafforini sostiene que "si la tecnología permite incrementar el bienestar de las personas, no habría límites. Pero puede haber otros: el bienestar de las otras personas. Por ejemplo, si sólo unos pocos pueden acceder, el resto puede sentirse afectado".

Cerqui tiene una mirada más crítica sobre el transhumanismo y resalta la necesidad de "pensar colectivamente qué queremos para nuestro futuro, porque actualmente hay sólo una cuestión de grados entre nuestra medicina actual y el transhumanismo. Eso significa que necesitamos plantearnos límites, pero el problema es que no hay consecuencias negativas en todo esto para quienes consideran al cuerpo sólo como un recipiente".

El cuerpo perfecto

Las nuevas posibilidades que ofrece la tecnología también tienen un efecto en la consideración de las discapacidades y en cómo se ven a sí mismas las personas con alguna discapacidad. "Hay un movimiento muy importante de gente con discapacidades negando que esa condición implique algo intrínsecamente negativo –apunta Stafforini–. Si lo es, argumentan, es porque el resto no tiene esa discapacidad. Es decir, que si nadie viera, estaría mal tener visión. Yo no comparto esa idea, sobre todo cuando se traslada, por ejemplo, a casos de padres sordos que quieren tener hijos que también sean sordos".

En línea con un antropocentrismo a ultranza sostenido en el avance técnico, el aumento de la longevidad es planteado como una meta por quienes hacen de la tecnología una cuestión de fe. Stafforini está seguro de que "la mayoría de la gente diría que sí a la pregunta de vivir cinco años más y de manera más saludable. ¿Uno debe morirse para que otras personas ocupen su lugar? Yo creo que, igual que las religiones, son mecanismos de defensa para reconciliarnos con el hecho de que nos vamos a morir. Pero en la medida en que las nuevas tecnologías se desarrollen, sin dudas todos querrán vivir más".Si para los transhumanistas este proceso derivará en una suerte de especie biológica nueva, capaz de reemplazar las partes del cuerpo que ya no sirven y de monitorear la salud en todo momento a través de chips implantados bajo la piel, quizás haya que preguntarse, como lo hace Ferrer, "¿por qué se quiere perfeccionar el cuerpo? Mi respuesta es que la gente está alienada y no es feliz con su propio cuerpo. La tecnología funciona como una muleta en este caso. Pero es un fenómeno relativamente nuevo porque antes no había lugar para plantearse cosas así, se consideraba que el cuerpo estaba hecho a semejanza de Dios".

Sibilia hace un repaso de cómo fue cambiando esa percepción del cuerpo en la cultura occidental: "Si en la Edad Media la naturaleza era enigmática y misteriosa, porque correspondía a un universo sacralizado y era compatible con un tipo de hombre creado a imagen divina, a partir de los siglos XVI y XVII esa naturaleza tuvo que reconfigurarse y, respondiendo a los nuevos ritmos y exigencias de la era industrial, la naturaleza fue gradualmente desencantada y mecanizada. Pero había una creencia en algo que se consideraba 'la naturaleza humana', más allá de cuyos límites la tecnociencia no podía hacer demasiado. Pensemos en los mitos, desde Prometeo hasta Frankenstein, en todos esos casos la moraleja estaba muy clara: las fuerzas humanas no eran todopoderosas, los hombres no podían inmiscuirse en todos los ámbitos".

Desde el cuerpo heterogéneo de pensamiento que conforman las religiones, Leandro Pinkler –investigador de la Universidad de Buenos Aires, especialista en mitología y religión– explica que "no se puede decir en un sentido estricto que haya una postura unívoca del judaísmo, el cristianismo y el Islam, como religiones monoteístas, con respecto a estas discusiones. Incluso dentro del judaismo y el cristianismo pueden aparecer posiciones muy distintas: los más amplios aceptan el uso tecnológico porque la aplicación de la razón es también una capacidad que Dios otorgó al hombre, pero determinan su límite de acción según los distintos puntos de vista de cada uno". Pinkler cree que "seguramente el papa Benedicto XVI diría que ponerse una cámara en el lugar del ojo va en contra del ser humano dado que no está en la naturaleza, porque en ese caso Dios habría puesto una cámara en el ojo".

Sibilia percibe actualmente "una tendencia a desafiar los limites en las investigaciones, proyectos y descubrimientos más recientes de nuestra tecnociencia. Hay una clara vocación 'fáustica', es decir, aquella que desafía los antiguos límites de lo que se puede o de lo que se debería o no hacer, que no teme las posibles consecuencias de sus actos y pretende ir siempre más allá. Esta perspectiva no cree en la existencia de una 'naturaleza humana' que pondría barreras al accionar humano; al contrario, considera que tanto la naturaleza como la humanidad son imperfectas y siempre perfectibles, y que es posible superar todas sus limitaciones orgánicas o biológicas". Y agrega: "No se trata más de reparar algo que está roto o funciona mal, que se considera patológico bajo el horizonte de una cierta 'normalidad', sino de reprogramar humanamente algo que la naturaleza hizo imperfecto".

Cerqui pone el énfasis en la necesidad de anticiparse a los avances y de analizar qué valores están detrás. "Nos acostumbramos muy rápidamente a lo que la tecnología nos permite hacer. Y una vez que estamos acostumbrados, nos parece normal. Entonces los debates suelen centrarse en las consecuencias, una vez que estas tecnologías ya están aplicadas. Habría que preguntarse con mayor frecuencia qué clase de sociedad estamos construyendo".

jueves, 30 de julio de 2009

Mi año favorito

"2001: A Space Odissey fue el primer VHS que me compré.2001: A Space Odissey fue el primer DVD que me compré.2001: A Space Odissey fue el primer Blu-ray que me compré.2001: A Space Odissey será el primer Holofilm -o como vaya a llamarse"... que habitará su hogar.
Así muestra Rodrigo Fresán el interés que tiene por el filme de Stanley Kubrick en el nuevo número de la revista Eñe, dedicado a la ciencia ficción. Para el escritor "La ciencia ficción, por fin, [en esta película] se desprendía de las obligaciones de los misterios policiales. Porque, aunque las explicaciones fueran inverosímiles, en la ciencia ficción siempre se tenía la obligación de darlas, de justificar lo que había sucedido con lo que iba a suceder algún día."



sábado, 25 de julio de 2009

Palabra de Bradbury

Visionario y emprendedor, cerrado defensor de las bibliotecas y de los libros de papel. Así se muestra el autor de Fahrenheit 451 en esta entrevista en su casa de Los Ángeles, con motivo de la publicación en España de dos de sus novelas cortas en el libro Ahora y siempre.
Si hubiera nacido en el siglo XV Ray Bradbury (Waukegan, Illinois, 1920) sería un perfecto hombre del Renacimiento, un Leonardo da Vinci prolífico y genial en cualquier campo. Y si fuera producto del siglo XXI, de esos años que anticipó en sus libros y en su cabeza, sería el mejor ejemplo de la cultura multimedia capaz de expresarse con palabras, con edificios y con sueños espaciales que se han ido haciendo realidad. A los ojos de quien simplemente le vea sentado a la puerta de su casa, bañado por el sol en lo alto de la escalera que conduce al que es su hogar desde hace 50 años en el apacible barrio angelino de Cheviot Hills, el escritor y novelista, visionario y arquitecto, guionista, ensayista y poeta, uno de los padres de la literatura fantástica contemporánea, no será más que un abuelo simpático y de mirada pícara dispuesto a contar batallitas de otros tiempos. Al fin y al cabo, el próximo 22 de agosto se coloca a las puertas de los 90. Una edad en la que el descanso está más que merecido. Pero esta última sería una visión muy simplista del Bradbury actual, de su talento y de su temperamento. Porque utilizando una expresión típicamente costarricense, el hombre que dio al mundo Fahrenheit 451 y Crónicas marcianas es ?pura vida? incluso a los 88. Como dijo George Clayton Johnson, autor de La fuga de Logan, ?Ray siempre ha sido un chaval de 14 a punto de cumplir los 15?.
La inquietud del adolescente sigue reflejada en el rostro de Bradbury aunque el cuerpo le traicione mostrando rastros de una edad que le limita el movimiento. La vista también está prácticamente perdida en los ojos de un hombre que ?fue capaz de verlo todo mucho antes?, como le dijo el padre de la carrera espacial, el alemán Wernher von Braun, a la llegada del primer cohete a Marte, cuando compartió con él ese triunfo para la humanidad. Y el oído también le falla. Pero lo importante es la mente y ésa sigue ahí. Como asegura a modo de recibimiento o de mantra, ?el momento más feliz del día es levantarme cada mañana y ponerme a escribir?. Ahora es más complicado que hace casi seis décadas cuando alquilaba la máquina de escribir en los bajos de la Biblioteca de la Universidad de California en Los Ángeles para desgranar las páginas de Fahrenheit 451, su obra más conocida. Pero el proceso es el mismo. ?Nunca he trabajado por dinero, tampoco buscaba una carrera. Decidí ser escritor a los 3 años, empecé a escribir con 12 y he escrito desde entonces. Para sentirme a gusto?, se explaya con sencillez. ?Todo es amor. Escribo por amor y ése es mi único consejo. Ama lo que escribes y escribe lo que amas?, añade el escritor, de quien ahora se publican en España sus dos novelas cortas En algún lugar y Leviatán 99, agrupadas en el libro Ahora y siempre.
Bradbury nunca recibió un consejo. Ni tan siquiera una preparación formal, ya que como recuerda este autor de afilada memoria, especialmente para todo aquello que ocurrió durante la primera mitad de su vida, él se graduó en la biblioteca, enseñándose a sí mismo rodeado de libros. Una carrera autodidacta que prefiere explicar de otra forma: ?Me enseñó Shakespeare, me enseñó Jules Verne. Edgar Allan Poe me dijo que escribiera. Edgar Rice Burroughs y John Carter de Marte. H. G. Wells y El hombre invisible. Los grandes nombres fueron mi influencia y con ellos nunca necesité más consejo. Ése es el camino a seguir, siempre mirando arriba, nunca para abajo?. Son los mismos amigos de papel que ahora le acompañan en casa, más de mil volúmenes apilados por el comedor y otros tantos en el que fue su estudio y ahora es su museo. Una habitación dominada por una gran pantalla plana, cual monolito de 2001, con Bradbury sentado enfrente rodeado de pilas de libros y una amalgama de objetos de lo más variados. Un oscar bien manoseado que además no es suyo. Se lo dio el vecino al morir (William V. Skall por Juana de Arco) porque los escarceos cinematográficos de Bradbury le han dejado más mal sabor de boca que premios. Una estatua de Lon Chaney vestido como en El fantasma de la Ópera, uno de sus filmes preferidos de infancia. Una página original del Príncipe Valiente autografiada ?con cariño? por Hal Foster. O una réplica de esa otra leyenda, Rosebud, el trineo de Ciudadano Kane, también entre sus películas preferidas. Además de peluches, vídeos, postales y otros honores, todos ellos fruto del amor de sus seguidores. ?Me dicen que me quieren y es todo lo que quiero oír?, admite dejándose querer.
Él ha dejado su amor en sus libros. El tercer hijo de Leonard Spaulding Bradbury y Esther Marie podía haber sido actor. Ése era el medio de expresión que le enamoró cuando iba al cine con su madre a ver a Chaney. ?Quería estar en un escenario pero nunca recordaba mis frases, así que fue mejor escribirlas?, afirma sin lamentar el cambio de carrera. Al principio ni tenía máquina de escribir y su biografía y sus palabras certifican que hasta los 21 años no publicó su primer trabajo profesional remunerado: fue el cuento Péndulo en la revista Super Science Stories. Sus recuerdos de entonces no distan mucho de los de cualquier escritor que se abre camino: ?Cuando me casé no ganaba ni tres dólares a la semana. Maggie tenía que mantenernos. Y para 1950 la cosa tampoco había cambiado tanto. Ganaba seis dólares semanales?.
Sin embargo, esa década cambiaría muchas cosas. Primero fue la publicación de Crónicas marcianas, un recuento de los esfuerzos en la conquista de Marte y sus consecuencias, y tres años más tarde llegó el libro que Bradbury describe como su única novela de ciencia-ficción y que el resto califica de obra maestra, Fahrenheit 451. ?Los libros se escriben ellos. Yo no decido?, describe humilde o visionario de la historia de una sociedad donde la palabra escrita está prohibida, los bomberos se encargan de quemar libros, la televisión aboba y a los rebeldes sólo les queda convertirse en hombres libro, memorizando sus obras y pasándolas verbalmente de generación en generación. Bradbury se queda tan pancho cuando dice provocador que fue Hitler quien le contó la historia cuando quemó los libros en las calles de Berlín. ?Cuando vi lo que había hecho le odié profundamente. Tenía que hacer algo y escribí Fahrenheit 451?, admite. Muchos también han visto en este libro una historia contra la censura. O una respuesta a la caza de brujas del senador Joseph McCarthy en un triste periodo de la historia estadounidense que estaba acabando con la creatividad de muchos. El propio Bradbury afirma en los testimonios orales que ofrece en su página web (www.raybradbury.com) que el libro sopesa las consecuencias que tiene en la literatura la aparición de la televisión, un medio que te llena a base de información inútil. Son muchas las teorías que rodean esta obra, pero hoy el autor deja que sean sus personajes los que carguen con esa responsabilidad. ?Mis libros se escriben y yo no hago preguntas. Recuerdo que en 1950, al salir de un restaurante, un policía nos paró porque íbamos andando en Los Ángeles. Esa misma noche escribí El peatón. Años más tarde saqué a pasear a ese peatón con Clarisse y ella escribió Fahrenheit 451. Ella, Montang y Faber son los creadores de ese mundo. El libro es realmente maravilloso, pero son ellos quienes lo cuentan?, aclara dándoles todo el mérito a sus protagonistas.
François Truffaut se encargó de adaptar la novela a la pantalla en una versión que para el cinéfilo Bradbury es ?un noventa por ciento? fiel a su texto. Además, el autor, amigo de Alfred Hitchcock, contribuyó a su realización facilitando la contratación de Bernard Herrmann como compositor de la banda sonora. La única pega: que Julie Christie interpretó tanto el papel de Clarisse como el de Linda Montag. ?Eso era muy confuso?, le reprocha el autor. La vida cinematográfica de esta película sigue confundiendo a Bradbury. Incluso le irrita porque él, de natural bonachón, pierde los nervios acordándose de Mel Gibson. ?¡Me compró los derechos por 500.000 dólares hace ya más de seis años y no ha hecho nada! ¡Qué estúpido es eso! Le devolvería el dinero con tal de que haga la película. Es un gran actor que además ha hecho grandes películas, pero hasta ahora todos los guiones que he leído son una mierda?, sentencia exaltado sobre un remake que nunca llega. Una más de las experiencias frustradas con la industria del cine de un autor que siempre ha querido controlar su obra.
Hollywood no es el único medio que le hace perder la paciencia. Los hay peores. ?Hace un mes me llamaron de Yahoo! porque querían poner una de mis novelas en Internet. Les dije que se fueran al infierno?, recuerda hecho un basilisco. Mencionarle Internet sólo aviva las llamas. ?¡Que quemen la red en lugar de quemar libros!?, sentencia a pesar de contar con una página bien cuidada. ¿Y los libros electrónicos tipo Kindle? ?Eso no son libros. Los libros sólo tienen dos olores: el olor a nuevo, que es bueno, y el olor a libro usado, que es todavía mejor?, dice romántico este visionario criado a la antigua usanza. Su última batalla a favor de la palabra impresa es su defensa de las bibliotecas, esos dinosaurios en vías de extinción por falta de interés y fondos que Bradbury está dispuesto a mantener con vida aunque su batalla suene quijotesca. ?No creo que las bibliotecas estén obsoletas y no permitiré que acaben con ellas así me tenga que poner en medio para evitarlo?, amenaza con la medalla de honor colgada en su pecho por todo escudo.
Pese a las apariencias, Bradbury siempre ha tenido la vista en el futuro. Un futuro verbal expresado en sus más de 500 historias cortas que también ha sido un futuro arquitectónico, diseñador de la primera galería comercial en Estados Unidos, del pabellón estadounidense en la Feria Mundial celebrada en Nueva York en 1964 o de las atracciones espaciales tanto en el Epcot de DisneyWorld, en Florida, como en EuroDisney, en París. Y si quieres ver cómo se ilumina su rostro sólo tienes que hablar del programa espacial. ?Nunca he conducido un coche. No me gusta montar en avión. Pero hace unas semanas operé un Rover en Marte. Ahí queda eso?, me reta insuperable, con su nombre bautizando uno de los cráteres del planeta rojo. Le pesan los 40 años pasados desde que el hombre llegó a la Luna, pero de nuevo prefiere mirar adelante. ?Lo necesitamos porque nuestro futuro está en el espacio, en la Luna, en Marte, en Alpha Centauro. Y en un millón de años las nuevas generaciones estarán ahí para agradecérnoslo. Viviremos para siempre?.
Halloween, el único gato que le queda de los 22 que llegó a tener, se asoma por el museo Bradbury pisoteando otra de las reliquias de su amo, un cartel firmado en el que pone: ?Aplausos?, de sus años en televisión, un medio en el que también trabajó, lo mismo que en la radio o en el teatro. También choca con esa caja de madera que rompe en aplausos al abrirse, otro de los juguetes preferidos de un escritor bromista convencido de que vivirá para siempre. A las pruebas se remite. ?Estoy escribiendo un nuevo libro. He acabado 9 historias y me faltan otras 20 para su publicación en primavera?, confirma tan optimista como lleno de vida. Su hija Alexandria es vital en este proceso porque a estas alturas Bradbury ha dejado de esconderse en el sótano para aporrear la máquina de escribir. Necesita dictarle a su hija, que vive en Arizona, y luego ella le envía por fax el texto para su corrección. Pequeños trucos con los que solventa el problema de la edad, achaques que en otros momentos juegan a su favor. Como cuando las preguntas son sobre sus hábitos recientes de lectura, los autores que le interesan del siglo XXI. Es el momento en el que Bradbury, el defensor de bibliotecas, visionario y emprendedor, recuerda que le falla la vista y hace tiempo que no puede leer. La sordera también se convierte en un arma útil para evitar dar su opinión sobre algunos de sus coetáneos, volviendo la vista hacia esos clásicos que tanto le gustan a los que suma Tolstói, Dostoievski, Scott Fitzgerald o Hemingway. Pero como vuelve a asegurar este revolucionario que cambió el curso de la literatura americana con sus narraciones, el primer escritor de ciencia-ficción y fantasía que recibió una mención del Premio Pulitzer, siempre hay que mirar hacia arriba. O
"Esa rareza de feria: el hombre con un niño dentro que lo recuerda todo"
Ahora y siempre. Ray Bradbury. Traducción de Rafael Marín. Minotauro. Barcelona, 2009. 217 páginas. 18 euros. www.raybradbury.com/